lunes, 30 de agosto de 2010

Mary Bell: La Niña Asesina

Por Eugenia Rodríguez



La niñez es equivalente a la inocencia en el pensar y actuar, el recuerdo de instantes de diversión y juego, aunque también de situaciones difíciles en donde la contención de los más cercanos, ejes en la construcción de la identidad personal es, para la mayoría, el fuerte para no caer anta los tropiezos iniciales, saber superar los obstáculos e ir progresivamente insertándose en ámbitos más complejos y con mayores responsabilidades, sin olvidar nunca los sucesos de los primeros años.


Sin embargo, mi niñez no se parece en absoluto a lo que acabo de describir. Por el contrario, es incomparable con tales características, es aberrante en sus recuerdos y condenatoria para siempre. A diferencia de los demás, mi infancia se asemeja a un cuarto oscuro, en donde se hace imposible encontrar la salida y sólo queda actuar sin real conciencia o reflexión, sino por impulsos guiados por los propios intereses, sin límites internos que den luz a esa noche sin fin. Es la que me ha convertido en una criminal, en una “Niña Asesina”, estigma que me identifica aún hoy, después de años de haber cometido dos infanticidios.

Mi nombre es Mary Flora Bell, nací el 26 de mayo de 1957 en Newcastle- upon- Tyne, Inglaterra. Fui la primera hija de Betty Bell, quien me dio a luz a sus dieciséis años y de quien erróneamente creí era mi padre, Billy Bell, ya que nunca conocí a mi progenitor.

Crecí en el seno de una familia pobre, enferma y disfuncional, que me rechazó y maltrató desde mi llegada, literalmente mi madre, que se dedicaba a la prostitución, apenas salí de su vientre se apartó gritando: “Alejen esa cosa de mí”, reflejando la inexistencia de amor, que se reproduciría luego, en momentos repugnantes e indeseables para cualquier niño.

En muchas ocasiones intento matarme ya que, según sus propios dichos, no me quería, es por eso que en mis primeros años de vida recurrió a colocar drogas en las golosinas, para provocarme sobredosis y a distintos padecimientos, pretendiendo simular accidentes.

Bill, mi padrastro, se casó con mi madre después de mi nacimiento, según recuerdo siempre vivió con nosotras y mis hermanos menores. Era en ladrón, arrestado en varias oportunidades por robo a mano armada. Nos había enseñado a llamarlo “Tío”, para poder cobrar la pensión mensual que el gobierno brindaba, debido a la grave condición económica que vivíamos.

is primeros años fueron realmente traumáticos, desde que tuve cuatro años de vida, Betty me convirtió en una víctima de abuso sexual, obligándome a participar de actos sexuales con sus clientes. Me ataba desnuda a la cama para que los hombres que salían con ella introdujeran su pene en mi boca, luego terminaba expidiendo semen en cada horrible situación a que me sometía. También me forzó a practicar juegos macabros con otros niños y cuando cumplí ocho años me “vendió” a un hombre, quien me violó.

Actos impensados de una madre hacia su hija, que denotan su incapacidad de querer a alguien que nunca deseó e importó.

Por supuesto que me habían prohibido hablar de tales padecimientos y principalmente acercarme a algún policía. Nunca lo hice, por temor y porque continuamente me ridiculizaban ante amigos y vecinos, a causa de que seguí mojado mi cama hasta los once años. Con tal fin, mi madre colocaba el colchón en la ventana que daba a la calle, para que todos pudieran observarlo.

El odio se fue acrecentando, como un fuego que se expande y lastima por dentro, a medida que iba creciendo en edad y las situaciones aberrantes se continuaban y empeoraban, destruyendo mis sentimientos ante el abuso, desamor, falta de cariño y repugnancia que hacia mí sentían. Fui enfermando psicológicamente, convirtiéndome en una niña que, detrás de mi apariencia de muñeca, hermosa e inocente por fuera, deseaba y disfrutaba de causar dolor a los demás. Me transformé en una persona frívola que sentía placer lastimando a los seres vivos, animales y humanos que fueran más débiles que yo, que no pudieran defenderse, como yo no pude de mis padres.

No sentía remordimiento o culpa por mis actos, gozaba maltratando y torturando, viendo sufrir a los demás, poco a poco mi mirada se fue tiñendo de sombras y oscuridad al igual que mi alma, mi mente fue la de un criminal, que mentía y engañaba para cumplir sus propios objetivos, muy lejanos a los de cualquier niño, que disfrutaba de cada asesinato.

Me transformé en una psicópata, incapaz de querer al otro pero con un egocentrismo que eliminaba toda barrera en mí accionar.

En el verano de 1968, cometí dos homicidios a niños de Scotswood, el barrio donde vivía, uno de los más antiguos de Newcastle, a orillas del río Tyme.

El 25 de mayo de dicho año, un día antes de mi cumpleaños número once, junto con una amiga, Norma Bell, de 13 años, quien será mi cómplice en todo momento, llevamos a un niño llamado Martin Brown, vecino de nosotras, a una casa abandonada. Él tenía sólo cuatro años, por lo que sumado a mi capacidad para manipular y aprovechar las debilidades ajenas, fue fácil convencerlo para que nos acompañara. Cuando llegamos al sitio deteriorado y en situación de derrumbe, con escombros en todo su interior, comenzamos a jugar. De repente, subió a una escalera de madera que aún estaba de pie y entonces vi la oportunidad para empujarlo. Fue un instante en el cual, el impulso conducido por el deseo de matar, se adueñó de mí. Martin quedó inmóvil en el suelo, bajamos rápidamente hacia donde se encontraba y al llegar al cuerpo, indefenso pero conciente, decidí colocar suavemente mis manos alrededor de su cuello y con toda mi fuerza comencé a estrangularlo, mientras inútilmente trataba de defenderse con su último aliento, no lo solté hasta asegurarme de que ya no estaba con vida. Confieso que disfrutaba verlo padecer y mostrar desesperación por salvarse. La crueldad e insensibilidad me invadían poderosamente. Luego abandonamos el cuerpo y nos trasladamos a una guardería de la ciudad, en donde destrozamos todo lo que había en el lugar, convirtiéndolo en un conjunto de innumerables objetos arruinados y partidos en multiformes pedazos. Antes de irnos, colocamos una nota responsabilizándonos del asesinato del niño, como si estuviéramos en un juego de policías y ladrones, buscando que el resto supiera lo que era capaz de hacer, teniendo la necesidad de reflejar mi habilidad para conseguir lo que me proponía. Sin embargo, la policía local no dio atención al incidente por entender que se trataba de una broma, caratulando el homicidio como un accidente.

Aproximadamente dos meses después de cometer mi primer crimen y haberme complacido de llevarlo a cabo, concreté el segundo asesinato a un niño de tres años. Su nombre era Brian Howe, un frágil inocente de cabello rubio, tierno rostro y dócil como una hoja, quien nunca se alejaba demasiado de la casa cuando jugaba, por lo que rápidamente la familia notó su ausencia.

En la mañana del 31 de julio lo asesiné en la zona industrial del poblado, donde normalmente solían pasar el día los infantes, en los materiales de construcción.

Entre algunos largos bloques de cemento estrangulé al pequeño Brian, quien no se resistió y quedó vencido ante mi fuerza. Después volví a mi casa a buscar varias tijeras y regresé para marcar profundamente sus muslos y genitales. También corté su cabello y le provoqué distintas heridas desiguales en su cuerpo hasta mutilarlo. Finalmente, tomé una navaja de rasurar, que cargaba conmigo, y marqué en su abdomen, primero la letra “N”, por Norma, a la que luego di forma de “M”. Sentía una sensación de regocijo ante la ternura de su cuerpo y el poder de poseerlo y dominarlo. Luego llevé a mi amiga para mostrarle el cadáver que yacía sobre el suelo con los labios morados y ojos abiertos, que me dispuse a cerrar, condicionándola a guardar silencio.

Era para ese entonces la tarde, estábamos ambas, Norma y yo, sentadas tranquilas y riendo en un banco del pueblo, cuando vimos pasar apresurada a Pat, la hermana mayor de mi segunda víctima, de diez años de edad. En ese momento me acerqué raudamente a ella y le pregunté si estaba buscando a Brian, asintió, un poco exaltada, y agregó que aún no había llegado a su casa. De inmediato, con un aire conspirador, nos ofrecimos a ayudarla en la búsqueda. La acompañamos a recorrer todo el vecindario, hurgando en cada rincón que encontrábamos; poco a poco nos fuimos acercando a la zona en que ejecuté el crimen. Cruzamos unas vías de tren que antecedían al sitio y al estar cerca señalé de forma desafiante los bloques detrás de los que se encontraba el cuerpo, interrogando si no estaría jugando entre ellos, pero Norma, quizás un poco temerosa, arremetió que nunca iba allí. Mi deseo era que la hermana encontrara al niño muerto para ver el gesto de conmoción en su rostro, pero decidió marcharse.

Recién a las 11:10 de esa noche la policía llegó al lugar.

Como consecuencia de este asesinato los investigadores del crimen comenzaron a sospechar que podía estar vinculado con la muerte de Martin Brown y decidieron entrevistar a todos los niños de entre tres y quince años para obtener mayor información y porque las heridas parecían un juego de alguien de escasa edad.

Me encontraba entre los principales sospechosos, porque las familias afectadas declararon que las había interrogado, después de los fallecimientos, sobre si extrañaban a los niños y si sentían dolor por las muertes. Verdaderamente lo había hecho.

En particular me mostraba evasiva, indiferente frente a la conmoción de todo el pueblo, sin un juicio interior que me lleve al arrepentimiento. Estaba tranquila, nada lograba ponerme nerviosa, como presintiendo lo que sucedería.

En agosto presté declaración oficial y sin intención conciente, terminé incriminándome al mencionar por un lado, las tijeras que se encontraban al costado del cadáver del niño Howe y por otro, referí al estrangulamiento del otro niño, lo que en ambos casos era evidencia confidencial. Por su parte Norma, en su segundo interrogatorio, confesó que yo había matado a la segunda víctima y la llevé luego a verlo, amenazándola con no contar nada.

A causa de lo contradictorio de nuestros testimonios ambas fuimos acusadas de asesinato y encarceladas a la espera del juicio.

Fueron cuatro meses, en los que el tiempo parecía detenido en la nada y a pesar de todo, no logró modificar mi pensamiento perverso y conductas agresivas, mostrándome dispuesta a defenderme frente a las acusaciones que vendrían.

El proceso judicial se inició el 5 de diciembre de 1968 y duró nueve días. Durante su desarrollo toda la ciudad estuvo convulsionada, como también la prensa que me perseguirá desde entonces y para siempre.

El forense sumó a lo que ya mencioné, más pruebas en mi contra, demostrando la existencia de fibras del vestido que llevaba puesto en los crímenes, en los cuerpos de los niños. Igualmente se detectaron fibras del vestido de Norma en los zapatos del segundo chico muerto. Además se sumaron como pruebas los diarios en donde había escrito todo con mínimos detalles.

Las acusaciones sobre mi persona llegaban a ser definiciones de monstruo, niña poseída por fuerzas malignas, y conceptos similares. En último lugar el veredicto de la Corte de Justicia fue condenarme, en primera instancia, a la pena por homicidio, que luego se modificará al probar la defensa que estaba psicológicamente enferma y no era conciente de la magnitud de mis actos. Los psiquiatras encargados de analizarme, que también examinaron a Norma, afirmaron que debía ser colocada en una institución psiquiátrica ya que padecía una personalidad psicópata, expresada en síntomas como la falta de estima y afecto hacia los seres humanos, en la interacción con las personas como si fuesen objetos sin valor, utilizándolos sólo con el fin de conseguir beneficios personales y en la propensión a actuar impulsivamente sin pensar en las consecuencias.

El 17 de diciembre fui absuelta del cargo anterior pero condenada en ambos casos por:

“Asesinato en segundo grado, por delegar responsabilidad y buscar complicidad” y sentenciada a prisión por tiempo indeterminado. En cuanto Norma, la justicia determinó que era inocente de las imputaciones, pero debía estar bajo control psicológico.

Durante el periodo que estuve encarcelada recibí tratamientos psiquiátricos, de rehabilitación de conductas y reinserción social. Al tiempo que el contexto exterior continuó ocupándose de mí, siendo centro de atención de los medios de comunicación nacionales e internacionales, que me bautizaron “La Niña Asesina”, y recurrieron a mi madre, quien obtuvo beneficios de mi situación, vendiendo historias inventadas, concediendo entrevistas y publicando cartas que supuestamente eran de mi autoría.

En septiembre de 1979, escapé por un breve tiempo de la cárcel, hasta ser encontrada y llevada nuevamente a prisión.

El 14 de mayo de 1980, fui dada de alta de la rehabilitación psicológica y liberada de la cárcel, a mis 23 años. Me otorgaron un nuevo nombre para poder empezar una nueva vida.

Regresé a vivir con mi madre, por la imposibilidad de subsistir sola y conocí a un joven de quien quedé embarazada. Comenzó entonces una nueva disputa por si se debía permitir que fuera madre, por los crímenes que había cometido en mi pasado.

Luché con todas mis fuerzas por mi derecho a ser madre y en 1984 nació mi hija, quien pudo quedarse conmigo. Su llegada transformó aún más mi existir, me dio mayor conciencia de los actos, pasados y presentes, ocurrió una transición interior, que me fortalece al compartir nuevos momentos juntas.

El 21 de mayo de 2003, obtuve la victoria legal para mantener mi anonimato y el de mi hija por el resto de nuestras vidas, tratando de evitar el estar huyendo y escondiéndonos continuamente por las marcas imborrables en la sociedad producto de mi doloroso y sombrío pasado.


1 comentario:

  1. Fue psicópata, es psicópata y lo seguirá siendo, tal vez no mate a su hija, pero si seguirá asesinando, porque es una enfermedad incurable, por eso a estos desquiciados si se les debe aplicar la pena de muerte.

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